Por: Luis Mendiola Contreras, PhD. Profesor ESAN.
Industrias intensivas en cobre como la construcción, el transporte o la manufactura eléctrica ya enfrentan sobrecostos de entre 8% y 12%.
El cobre ya no es solo un termómetro de la economía global, ahora es campo de batalla en la geopolítica del comercio. Desde que la administración Trump impuso en febrero de 2025 un arancel del 25% a las importaciones del metal, argumentando una amenaza a la seguridad nacional, se ha desatado una cadena de impactos que va más allá del proteccionismo clásico.
La medida, dirigida a reducir la dependencia de China y otros proveedores estratégicos, ha elevado los costos industriales en Estados Unidos, tensionando las relaciones comerciales globales y generado nuevas presiones sobre países como Perú y Chile, cuya estabilidad fiscal depende en buena medida del cobre.
La narrativa oficial en Washington repite que se trata de proteger sectores críticos, pero los efectos reales van por otro camino. Según Bloomberg, industrias intensivas en cobre como la construcción, el transporte o la manufactura eléctrica ya enfrentan sobrecostos de entre 8% y 12%. La transición energética, que necesita el cobre para cada panel solar, auto eléctrico o red inteligente, ahora es más cara.
Y en paralelo, los nuevos proyectos mineros en Estados Unidos (como Resolution Copper o Pumpkin Hollow) avanzan con lentitud, trabados por procesos regulatorios, oposiciones sociales y de safíos técnicos. Nada que pueda reemplazar las importaciones en los próximos cinco años.
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Frente a esto, Perú y Chile observan un escenario ambivalente. El precio del cobre alcanzó los US$ 4.80 por libra en mayo tras el anuncio de los aranceles, pero ha retrocedido a niveles de US$ 4.40 en julio, y no se descarta caídas adicionales si la economía china se enfría o si los merca dos globales siguen en modo cautela. En otras palabras, el impulso alcista fue efímero. Lo que queda es volatilidad, con un mercado más influido por decisiones políticas que por fundamentos de oferta y demanda. Los fondos de inversión, que antes apostaban por el cobre como refugio en momentos de incertidumbre, hoy recortan su exposición.
Para Perú, esto es fiscalmente delicado. Cada diez centavos que se pierden en el precio del cobre significan cerca de 0.20% del PBI en ingresos públicos. Con un déficit fiscal estimado en 2.2% para este año, y buena parte del presupuesto regional vinculado al canon minero, una baja sostenida del precio complica la capacidad del Estado para sostener inversión pública. En Chile, la situación golpea a Codelco, que necesita inyecciones de capital para renovar su infraestructura envejecida, justo cuando sus márgenes se reducen.
El efecto también se siente en el tipo de cambio. El sol peruano se ha apreciado de 3.65 a 3.59 por dólar en las últimas se manas, impulsado por un mayor ingreso de divisas y el renovado apetito global por materias primas. El repunte del cobre, motor clave de la balanza comercial peruana, ha reforzado la posición del sol frente al dólar, incluso en un contexto de volatilidad financiera internacional. Esta apreciación reduce temporalmente el costo del servicio de deuda externa y abarata el financiamiento en dólares para las empresas, además de mejorar la percepción de riesgo país y sostener la demanda por bonos soberanos. Pero este respiro depende en gran medida del comportamiento del metal: si el cobre se mantiene al alza, el sol seguirá fuerte; si corrige, la presión cambiaria regresará. Es una cadena que comienza en el mineral, pero cuyas repercusiones se extienden al Estado, al mercado y a los inversionistas.
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